VI


Damián sabía que Cecilia, allá, desde los paredones de su encierro que la prostituían a ser un ejemplo del índice para la angustia, emitía gemidos que enrollaban un ruego de auxilio, sobretodo, un ruego de comprensión destacado por bondad. Sabía que durante las huidas del día, extendía sus brazos hasta que le traduzcan en aflicción que no eran flexibles, para buscar algún indicio de jardín en donde poder aferrarse, algún pozo inadvertido que sirviera de respirador. Sabía incluso, que era encarcelada por un sufrimiento que no se atrevería a manifestarse, porque quizás, lo único que encontraría sería ahondar en ese mismo sufrimiento, al concluir que no podría ser auxiliado. Y si Damián sabía todo eso, no era porque poseía alguna facultad sobrenatural para captar los rumores imperceptibles y desgarrados de toda alma enigmática, sino por la fascinación que tenía al observarla en detalle, una fascinación que su vida había adquirido hacía años.