Anochece.

En el negro la espera no quiere hacerse valer: todo es posible como en la piel del universo.

Las estrellas reavivan un conducto que ignoramos de nuestra existencia medida. Son ojos señaladores que bajo una presión leve pero jamás inadvertida, someten a la vida hacia el desconcierto de la adversidad. Las primeras entidades que escuchan lo que durante el día no podemos decir. Así comienzan a incitarnos hacia el delirio y los sueños más irrealizables. Promueven el respeto por la pregunta. Imponen su firmeza por encima de nuestra insignificancia. Abren el campo hacia la perdición de uno en uno mismo. Viven para delimitar nuestras jugadas y las provocaciones más descabelladas. Nos refriegan la realidad de que así como ellas están allá, nosotros estamos acá, de que de este suelo no estamos saliendo, de que ellas son nuestras, de que nosotros somos de ellas. Las extorsionamos con deseos. Las adoramos como probabilidad de límite y extensión de la que no nos apoderaremos nunca. Nos llaman al inicio. Despliegan la salida como absurdo. Apuntan desde sus esencias como igualdad de nada, al fin que nos creamos. En vocación de muestras de origen primerizo, nos desvisten para refrescarnos la verdad del alma y que por delante de la imagen que ejercemos salte el intento de infinitud más sediento. Y la luna, al lado de ellas, es la hija gorda y consentida que mientras nos alienta a seguirlas para la liberación de lo naturalmente incontrolable, para los colores sumergidos en el vuelo a nivel del trote frenético.