Anochece.

En el negro la espera no quiere hacerse valer: todo es posible como en la piel del universo.

Las estrellas reavivan un conducto que ignoramos de nuestra existencia medida. Son ojos señaladores que bajo una presión leve pero jamás inadvertida, someten a la vida hacia el desconcierto de la adversidad. Las primeras entidades que escuchan lo que durante el día no podemos decir. Así comienzan a incitarnos hacia el delirio y los sueños más irrealizables. Promueven el respeto por la pregunta. Imponen su firmeza por encima de nuestra insignificancia. Abren el campo hacia la perdición de uno en uno mismo. Viven para delimitar nuestras jugadas y las provocaciones más descabelladas. Nos refriegan la realidad de que así como ellas están allá, nosotros estamos acá, de que de este suelo no estamos saliendo, de que ellas son nuestras, de que nosotros somos de ellas. Las extorsionamos con deseos. Las adoramos como probabilidad de límite y extensión de la que no nos apoderaremos nunca. Nos llaman al inicio. Despliegan la salida como absurdo. Apuntan desde sus esencias como igualdad de nada, al fin que nos creamos. En vocación de muestras de origen primerizo, nos desvisten para refrescarnos la verdad del alma y que por delante de la imagen que ejercemos salte el intento de infinitud más sediento. Y la luna, al lado de ellas, es la hija gorda y consentida que mientras nos alienta a seguirlas para la liberación de lo naturalmente incontrolable, para los colores sumergidos en el vuelo a nivel del trote frenético.



VI


Damián sabía que Cecilia, allá, desde los paredones de su encierro que la prostituían a ser un ejemplo del índice para la angustia, emitía gemidos que enrollaban un ruego de auxilio, sobretodo, un ruego de comprensión destacado por bondad. Sabía que durante las huidas del día, extendía sus brazos hasta que le traduzcan en aflicción que no eran flexibles, para buscar algún indicio de jardín en donde poder aferrarse, algún pozo inadvertido que sirviera de respirador. Sabía incluso, que era encarcelada por un sufrimiento que no se atrevería a manifestarse, porque quizás, lo único que encontraría sería ahondar en ese mismo sufrimiento, al concluir que no podría ser auxiliado. Y si Damián sabía todo eso, no era porque poseía alguna facultad sobrenatural para captar los rumores imperceptibles y desgarrados de toda alma enigmática, sino por la fascinación que tenía al observarla en detalle, una fascinación que su vida había adquirido hacía años.




V


Sus uñas ya no pretendían centelleos de juventud entusiasta, como cuando ella las cuidaba, sino que eran más que nada capas y capas de esmalte barato, masticado. Eran un poco su prueba de alteración y falta de algo por permanecer intacto. Cecilia entendía que la vida se le iba, como una caída intermitente de gotas esparciéndose hacia trincheras sospechosas y aislamiento con exigencias, ante la brutalidad en cotidiano. Que el malestar y el horror no suponían el rechazo a la posible demencia. Era agonía de huecos, como hijastros que no se independizaban aunque sean malcriados. El acantilado, quizás barranca, y una sombra revuelta de roncha y ahogo que no dejaría de acomodarse sobre la columna o los días. Un consuelo en vano para la nada, que durante sus recurrentes ataques repartía insensibilidad a las pieles. Era la vida, mal untada con tinta negra y tiempo cruel aunque comprendido. Un sentido de guadaña con un humor malicioso aunque pulcro. La gracia discutiendo con el soporte. Necesitaría rastrear a algo, a alguien, que adoptara la vocación de vasija inmaculada para contener el goteo fugitivo. Y aquella salvación tendría que hacerse llegar con sus gritos.




IV

Extendía sus brazos, esas señas de banderines que apuestan por otras señas, hacia la altura y aquella reducida deriva, para abrazar algo que sus ojos no estaban condicionados en revelar, pero que la intuición le garantizaba que sí divagaba por ahí. Lo hacía, predispuesta a que sus palmas talladas a sudor, arrebataran sin escrúpulos algún secreto diluido en ese aire que intentaba ser modificado por el ventilador. Luego de admitir el previsible fracaso de cada intento, hundía sus yemas hacia la obsesión de su mirada apuntada al vacío, hasta que la figura de sus pulgares decidiera borronearse, se desvirtuaran los refinados contornos, se redujera la precisión en uno y todos los trazos. “Como un sueño”, pensaba, entonces recién ahí los escrutaba desde otra distancia.



III


Soplaba una suposición ligera de que lo que razonara Cecilia, se escabullera por carreteras que nunca habían tenido definición. El horror anticipado de que sus vestigios concurrieran hacia una feria como de polilla negra en donde la cordura era manjar para consolidarse sacrificio. Llenaba sus pulmones de agitación obstinada, hasta que la última resistencia se declarara como un suspiro exaltado y medio torpe que le verificara que aún vivía, que no era una simple propagación parlante de humedades lisas y vigilias. El contenido de su cabeza, le decía al desierto de su alrededor y a las muñecas observadoras, que estaba allanado con engrudo, o más bien, se refería a una vaga sensación de estar oxidándose, por el afán de querer vislumbrar certezas que nunca debería haber ansiado. Su cuerpo era como de plomo. Plomo y sales. Cuerpo que el sillón ya consideraba su ingestión, con la transpiración afiebrada de aderezo, y una locomotora de palpitaciones como cocción.




II


Con ella convivían los pliegues de las maderas de los muebles que aún esclarecían memorias hacia esos seres queridos desaparecidos. En los armarios y las vitrinas repudiantes del barniz, etiquetados con orgullo de discontinuos o irregulares, que por lo pronto le balbuceaban. Comenzaban por desprenderse como un ritual fantasioso entre lombrices finas, y en el barroso enredo de astillas, provocaban muecas desencajadas, promotoras de murmullos aminorados que terminaban siendo su compañía.

El fulgor opaco que desprendía el veladorcito, le incitaba cierta ternura, pero claro que no podía tildarse de útil al sabotear un frío. Porque ahí adentro hacía frío. Siempre hacía frío, incluso en verano. De todas maneras, ella mantenía esa manía de dejar al ventilador encendido, como una pequeña garantía de que algo contribuyera a distorsionar la cotidianeidad del aire con un pellizco de meneo, de que sus facciones toleraran el gusto de variar por el estremecimiento que provocaría el exceso de viento sobre la quijada.



I


Entonces es así que permanecía, a lo largo de raciones de tiempo difusas en longitud que solo se ofrecían a medirse bajo una visión centrada. Llana y con el corazón de su corazón entreabierto. Como de luto en luto, entregada a la confortabilidad marchita de un sillón de cuero que ella despellejaba ni bien los nervios le declaraban una especie de guerra santa interior. Deteniéndose con la atención obsesionada en la aspereza del techo de su estopa de cuatro paredes, el mismo, único techo, que se postulaba a señalarla como lo fallido durante cada jornada entre vértigos y lamidas de un pulso amordazado, serrucha-busto. Un techo como de aplanadora inmutable, tan próximo a un desafío de reloj de arena por aprisionarla, y escupirle en la desnudez del alma sus falencias de copa sin energizante.

Cecilia no se ofrendaba a eso por agrado. Claro que no. La carga que sobrellevaba su avance, por la falta, falta de incentivo, de aspiración, de deseo, por el sueño acaramelado debajo de la almohada que se pudría por sofocación, la arrojaba desarmada a una contemplación de vegetal, a ser intérprete de algún espantapájaros desahuciado.