Anochece.
En el negro la espera no quiere hacerse valer: todo es posible como en la piel del universo.
Anochece.
En el negro la espera no quiere hacerse valer: todo es posible como en la piel del universo.
VI
Damián sabía que Cecilia, allá, desde los paredones de su encierro que la prostituían a ser un ejemplo del índice para la angustia, emitía gemidos que enrollaban un ruego de auxilio, sobretodo, un ruego de comprensión destacado por bondad. Sabía que durante las huidas del día, extendía sus brazos hasta que le traduzcan en aflicción que no eran flexibles, para buscar algún indicio de jardín en donde poder aferrarse, algún pozo inadvertido que sirviera de respirador. Sabía incluso, que era encarcelada por un sufrimiento que no se atrevería a manifestarse, porque quizás, lo único que encontraría sería ahondar en ese mismo sufrimiento, al concluir que no podría ser auxiliado. Y si Damián sabía todo eso, no era porque poseía alguna facultad sobrenatural para captar los rumores imperceptibles y desgarrados de toda alma enigmática, sino por la fascinación que tenía al observarla en detalle, una fascinación que su vida había adquirido hacía años.
V
Sus uñas ya no pretendían centelleos de juventud entusiasta, como cuando ella las cuidaba, sino que eran más que nada capas y capas de esmalte barato, masticado. Eran un poco su prueba de alteración y falta de algo por permanecer intacto. Cecilia entendía que la vida se le iba, como una caída intermitente de gotas esparciéndose hacia trincheras sospechosas y aislamiento con exigencias, ante la brutalidad en cotidiano. Que el malestar y el horror no suponían el rechazo a la posible demencia. Era agonía de huecos, como hijastros que no se independizaban aunque sean malcriados. El acantilado, quizás barranca, y una sombra revuelta de roncha y ahogo que no dejaría de acomodarse sobre la columna o los días. Un consuelo en vano para la nada, que durante sus recurrentes ataques repartía insensibilidad a las pieles. Era la vida, mal untada con tinta negra y tiempo cruel aunque comprendido. Un sentido de guadaña con un humor malicioso aunque pulcro. La gracia discutiendo con el soporte. Necesitaría rastrear a algo, a alguien, que adoptara la vocación de vasija inmaculada para contener el goteo fugitivo. Y aquella salvación tendría que hacerse llegar con sus gritos.
III
Soplaba una suposición ligera de que lo que razonara Cecilia, se escabullera por carreteras que nunca habían tenido definición. El horror anticipado de que sus vestigios concurrieran hacia una feria como de polilla negra en donde la cordura era manjar para consolidarse sacrificio. Llenaba sus pulmones de agitación obstinada, hasta que la última resistencia se declarara como un suspiro exaltado y medio torpe que le verificara que aún vivía, que no era una simple propagación parlante de humedades lisas y vigilias. El contenido de su cabeza, le decía al desierto de su alrededor y a las muñecas observadoras, que estaba allanado con engrudo, o más bien, se refería a una vaga sensación de estar oxidándose, por el afán de querer vislumbrar certezas que nunca debería haber ansiado. Su cuerpo era como de plomo. Plomo y sales. Cuerpo que el sillón ya consideraba su ingestión, con la transpiración afiebrada de aderezo, y una locomotora de palpitaciones como cocción.
II
Con ella convivían los pliegues de las maderas de los muebles que aún esclarecían memorias hacia esos seres queridos desaparecidos. En los armarios y las vitrinas repudiantes del barniz, etiquetados con orgullo de discontinuos o irregulares, que por lo pronto le balbuceaban. Comenzaban por desprenderse como un ritual fantasioso entre lombrices finas, y en el barroso enredo de astillas, provocaban muecas desencajadas, promotoras de murmullos aminorados que terminaban siendo su compañía.
I
Entonces es así que permanecía, a lo largo de raciones de tiempo difusas en longitud que solo se ofrecían a medirse bajo una visión centrada. Llana y con el corazón de su corazón entreabierto. Como de luto en luto, entregada a la confortabilidad marchita de un sillón de cuero que ella despellejaba ni bien los nervios le declaraban una especie de guerra santa interior. Deteniéndose con la atención obsesionada en la aspereza del techo de su estopa de cuatro paredes, el mismo, único techo, que se postulaba a señalarla como lo fallido durante cada jornada entre vértigos y lamidas de un pulso amordazado, serrucha-busto. Un techo como de aplanadora inmutable, tan próximo a un desafío de reloj de arena por aprisionarla, y escupirle en la desnudez del alma sus falencias de copa sin energizante.
Cecilia no se ofrendaba a eso por agrado. Claro que no. La carga que sobrellevaba su avance, por la falta, falta de incentivo, de aspiración, de deseo, por el sueño acaramelado debajo de la almohada que se pudría por sofocación, la arrojaba desarmada a una contemplación de vegetal, a ser intérprete de algún espantapájaros desahuciado.