II


Con ella convivían los pliegues de las maderas de los muebles que aún esclarecían memorias hacia esos seres queridos desaparecidos. En los armarios y las vitrinas repudiantes del barniz, etiquetados con orgullo de discontinuos o irregulares, que por lo pronto le balbuceaban. Comenzaban por desprenderse como un ritual fantasioso entre lombrices finas, y en el barroso enredo de astillas, provocaban muecas desencajadas, promotoras de murmullos aminorados que terminaban siendo su compañía.

El fulgor opaco que desprendía el veladorcito, le incitaba cierta ternura, pero claro que no podía tildarse de útil al sabotear un frío. Porque ahí adentro hacía frío. Siempre hacía frío, incluso en verano. De todas maneras, ella mantenía esa manía de dejar al ventilador encendido, como una pequeña garantía de que algo contribuyera a distorsionar la cotidianeidad del aire con un pellizco de meneo, de que sus facciones toleraran el gusto de variar por el estremecimiento que provocaría el exceso de viento sobre la quijada.