I


Entonces es así que permanecía, a lo largo de raciones de tiempo difusas en longitud que solo se ofrecían a medirse bajo una visión centrada. Llana y con el corazón de su corazón entreabierto. Como de luto en luto, entregada a la confortabilidad marchita de un sillón de cuero que ella despellejaba ni bien los nervios le declaraban una especie de guerra santa interior. Deteniéndose con la atención obsesionada en la aspereza del techo de su estopa de cuatro paredes, el mismo, único techo, que se postulaba a señalarla como lo fallido durante cada jornada entre vértigos y lamidas de un pulso amordazado, serrucha-busto. Un techo como de aplanadora inmutable, tan próximo a un desafío de reloj de arena por aprisionarla, y escupirle en la desnudez del alma sus falencias de copa sin energizante.

Cecilia no se ofrendaba a eso por agrado. Claro que no. La carga que sobrellevaba su avance, por la falta, falta de incentivo, de aspiración, de deseo, por el sueño acaramelado debajo de la almohada que se pudría por sofocación, la arrojaba desarmada a una contemplación de vegetal, a ser intérprete de algún espantapájaros desahuciado.